La ciudad de Alejandría, Egipto, en los años entre la Primera y la Segunda Guerra Mundial es evocada de manera inolvidable en Justine (1957), la primera novela del Cuarteto de Alejandría de Lawrence Durrell (1912-1990). De hecho, sería más adecuado decribir a Alejandría como un personaje central en Justine más que como un escenario. El énfasis sobre el lugar impregna las cualidades formales de la novela. Durrell, como otros de sus compañeros modernos, no se basa en una línea narrativa convencional –tanto en Justine como en el Cuarteto entero- sino que se desplaza contínuamente entre pasado y presente. El resultado es que la historia parece tener unos límites sustanciales físicos pero no temporales. La novela logra muchos de sus efectos con imágenes, de manera que a menudo se lee más como poesía que como narración. El primer plano que ocupa el lugar en la novela nos anima a considerar el grado en que nuestras acciones e incluso nuestras naturalezas, están determinadas por los ambientes. En la medida en que estos rasgos de Justine representan las pautas de la memoria, el libro es una exploración de cómo comprendemos y recordamos las experiencias. El concepto del amor que tiene Durrell es también central en la novela. Justine, cuyo título alude a la novela del marqués de Sade del mismo nombre, intenta redefinir el amor o definirlo en términos modernos. Pero de muchas maneras, las relaciones que el narrador describe (en las cuales el deseo sexual, que también es conocimiento y narcisismo, juega un papel importante) levantan más preguntas que dan respuestas acerca de la naturaleza del amor.
El propósito de Durrell al dar a la ciudad de Alejandría un papel tan importante parece ser doble: evocar la ciudad con la mayor poesía y precisión posibles y sugerir que la identidad humana está formada en gran parte por el lugar. Usando un lenguaje de gran riqueza y lirismo, Durrell presenta Alejandría como hermosa y escuálida a la vez. La luz que se filtra “a través de la esencia de los limones” y “el caldo de terciopelo triste del canal” son yuxtapuestos a “barrios hacinados” y a casas de prostitución infantil. Alejandría parece ejercer un control psicológico o espiritual sobre sus habitantes. La novela implica que donde uno nace o elige vivir no es sólo un hecho biográfico trivial sino un factor determinante. Los habitantes de la ciudad están sujetos a la búsqueda de “un asunto sensible a través del que expresar los deseos colectivos, los ruegos colectivos, que informan su cultura”. Las acciones y pensamientos de los personajes se convierten en manifestaciones del propio temperamento de la ciudad y pueden ser explicadas o justificadas por éste. Justine es caracterizada repetidamente como una “verdadera hija de Alejandría”, implicando que este hecho dicta su conducta. Para Durrell, Alejandría representa, entre otras cosas, libertad sexual, así como escepticismo, intelectualismo y agotamiento. Aunque no queda claro si esto significa que debemos absolver a los personajes de responsabilidad individual. Mientras sus acciones a menudo parecen ser prescritas por los “deseos colectivos” de Alejandría, es difícil no hacer responsables a los personajes por el daño que a veces causan a otros.
El lugar, como opuesto a la cronología, es también el principio organizativo de la estructura de la novela. Como Virginia Woolf y Marcel Proust, los experimentos de Durrell reflejan la idea de que el tiempo cronológico no necesariamente se corresponde con la experiencia vivida o nuestro recuerdo de ella. En Justine, no hay referencias a fechas específicas, aunque una cronología aproximada puede construirse retrospectivamente, y la narración se mueve hacia atrás y hacia delante en el tiempo, a menudo sin transiciones explícitas. El narrador, al que nunca se nombra, explica que es importante para él recordar los acontecimientos no en el orden en que ocurrieron –para eso está la historia- sino en el orden en que primero fueron significativos para él. La novela sigue una lógica interna, yuxtaponiendo imágenes e ideas de la misma manera que lo hace la poesía, más que presentar acontecimientos en un orden cronológico como lo hace la historia. El lector, sin embargo, puede quedar algo desorientado por esta idiosincrasia. Durrell nos pide que consideremos si, por divergir de ciertas convenciones narrativas, Justine representa de manera realista el tratamiento y recuerdo de la experiencia.
El aspecto más provocativo de Justine puede ser la crítica que hace Durrell, al igual que su maestro Henry Miller, del concepto puritano o victoriano del amor y su descripción de una clase de amor que es más liberado sexualmente, no posesivo e intelectualmente complejo. El “tipo peculiar de amor” entre el narrador y Justine es descrito como el disfrute narcisista de una experiencia mutua en la cual nadie siente la necesidad de poseer al otro, la relación fomenta el crecimiento personal pero no la comunicación profunda. El narrador habla despectivamente de los “otros sentimientos, compasión, ternura, etc.”, que “existen sólo en la periferia y pertenecen a la construcción social y al hábito”. Aunque hay muchas indicaciones de que el amor que Durrell describe es problemático en sí mismo. Primero, esta nueva definición del amor puede ser simplemente una justificación autocomplaciente para seguir los impulsos del deseo sexual. El narrador se pregunta si la relación entre él y Justine es “una banal historia de adulterio que está entre los lugares comunes más baratos de la ciudad” y además una historia que “no merece trampas románticas o literarias”. Más adelante, su propio dolor y celos al leer la novela escrita por el ex marido de Justine, Nessim, lo lleva a la locura, y la compañera del narrador, Melissa, que finalmente muere, sugiere que el precio de esta clase de amor puede ser muy elevado. Al final, debemos preguntarnos si Durrell describe un amor como debe ser, sin restricciones por sensibilidades anticuadas y sin posesión, o si lo que describe es realmente el fracaso de amar completamente o maduramente.
Me ha gustado mucho la entrada. Estoy leyendo actualmente Justine y no quería despistarme de pequeños datos durante su lectura, y la entrada me ha ayudado. Quería añadir sin embargo, que me parece errónea la comparación de Durell con Miller. El Segundo hace que se te empalme cuando habla deliberadamente de su concepto del amor, pero el primero es más sutil y elegante, más formal y menos vulgar, de manera que su concepto de amor queda más armonizado, no llegando a ser tan libertino.
ResponderEliminarMiller es una mezcla desconcertante de intelectualismo y vulgaridad, como tú dices. Durrell, como inglés, es más sutil y refinado (más cerca de Henry James, por ejemplo). Gracias por tus comentarios, Lokuster.
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